Turismo. Tener el pastel y comerlo

Es verano, estación en la que parece caber un año entero. Nos consentimos con tiempo y lo exprimimos (sólo en verano aceptamos que podemos ganar perdiéndolo). El clima y las vacaciones se prestan para viajar y aunque sean breves, se inician aventuras que definirán nuestro recuerdo de él después, en el invierno.

Hace unos días, tras volver de un viaje, me pregunté en qué consistía realmente eso de “hacer turismo”. Como una cosa lleva a otra, cuando creí haber respondido, me entretuve deshojando las razones que nos llevan a viajar. Para poner un toque amargo a mi ensoñación llegó después la pregunta de, en qué manera condicionamos el entorno cuando viajamos.      

Playa Faro de Trafalgar (Cádiz)

¿Qué queremos decir con "hacer turismo"? Simplificando un poco podríamos decir que turismo es viajar (desplazarse) con el fin de conocer algo que nos gusta o que nos interesa. Hay muchos tipos de turismo: de ocio, gastronómico, cultural, vacacional... Sin embargo, al final todos nos remiten a lo mismo: aquello que destaca se convierte en un potencial destino turístico.  

Como historiador del arte dedicado al turismo cultural es muy gratificante ver la demanda que este tipo de viajes tiene. El hecho de que un país como Italia, destino turístico por excelencia, sea el que atesora una mayor cantidad de lugares reconocidos como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, más que una coincidencia es una conclusión, la del músculo que tiene el turismo cultural. Estar en Italia y ver a la gente caminar y aguantar las temperaturas infernales del verano para llegar hasta recónditos lugares con la noble finalidad de admirar la belleza, de conocer más sobre una cultura que admiran y sobre la que quieren saber más, reconforta.

Uno va a estos lugares, con la boca abierta y la sensibilidad a flor de piel; disfrutamos de algo realizado hace miles de años con propósitos muy diferentes. Me gusta pensar en aquellos albañiles romanos, egipcios o incas que construyeron maravillas de la humanidad, sin ser conscientes de que algún día sus obras adornarían camisetas y gorras, se harían virales, y lo que es más interesante, seguirían alimentando a su región, pues literalmente, hoy que el turismo vive sus días más gloriosos, por cada destino se garantiza una amplia y próspera industria (souvenirs, en cantidad, pero también guías, hoteles, restaurantes, transportes, y otros sectores indirectamente vinculados como investigadores, restauradores, etc.). Para los habitantes del lugar turístico la herencia recibida es maravillosa, pero toda herencia es también una deuda.

María Belmonte escribe en Peregrinos de la belleza que vivir en el lugar bello tiene un alto precio que hay que pagar. Se refiere al caso de Axel Munthe, célebre médico sueco que se enamoró de Capri y se estableció allí a comienzos del siglo XX, construyendo la emblemática Villa San Michele (a la que por cierto, dedicó un exitoso libro). A Munthe le fascinaba la cultura romana, el emperador Tiberio, pero por encima de todo, la luz mediterránea, el sol y el mar, “mi casa estará abierta al sol, al viento y a las voces del mar, como un templo griego, y luz, luz, luz por todas partes".

Luigi Ghirri, Villa San Michele (Capri), 1981.

Paradójicamente, fue el exceso de luz lo que le acabó expulsando de aquel rincón paradisíaco; su visión se debilitó, tuvo un desprendimiento de retina de graves consecuencias y se vio obligado a limitar su exposición al sol. Tiempo después acabaría cambiando su querida villa por otro lugar de la isla más umbrío, y con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Capri por Suecia, donde vivió sus últimos años, demasiado débil para regresar a la isla italiana como deseaba. 

María Belmonte viajó a Capri, tras las huellas de Munthe y de los rincones que este había descrito. Fue así como dio con un espectacular atardecer al borde de un acantilado que le llevó a afirmar lo siguiente: “entonces comprendí que Munthe no había sido arrojado de Capri por el exceso de luz, sino por el exceso de belleza. Hay que pagar un precio elevado por vivir en tan estrecho contacto con lo sublime”.

Hoy ese precio quizás sea menos poético. Los lugares más bellos se han vuelto, por lo general, destinos turísticos y al hacerlo, han transformado el entorno. ¿Quién vive hoy en Capri?

Hace poco visité Cefalú (Sicilia), maravillosa ciudad fundada en la antigüedad, a orillas de las cálidas y cristalinas aguas del Mar Tirreno, que ya de por sí justifican el viaje; un viaje que los últimos años la ha convertido en un destino internacional muy importante. 

Como fui en julio se me ocurrió preguntar, a la entrada de la catedral, a la señora que estaba en la taquilla, si existía allí la temporada baja (pensando en volver en una época en que hubiera menos gente); en invierno, me dijo (era obvio, disculpad, la emoción). En realidad, mi curiosidad iba también por ella, pensaba en cuándo podría disfrutar ella de aquél lugar idílico en el que vivía. En verano, caminar por Cefalú es difícil, comer en un restaurante, complicado, y clavar la sombrilla en la playa, imposible (foto).   

Provoca pues el turismo algo contradictorio, agridulce: por un lado, es un motor económico muy potente, generador de miles de puestos de empleo, pero por otro, desdibuja aquello que toca. ¿Quién disfruta el lugar turístico?, y quienes lo hagan ¿llegan a conocer realmente la esencia del lugar? “No hay nada como la soledad para convocar el espíritu del lugar” escribía Henry James en Italian Hours. 

¿Sólo podré dar con la esencia de Cefalú cuando se vacíe, es decir en temporada baja, en invierno, y si me apuras, entre semana? No encuentro por ahora otra posibilidad, pero ¿qué se puede hacer al respecto? 

El turista no tiene la culpa; está en su derecho de buscar los mejores destinos, de invertir sus ahorros quizás de la mejor manera que exista, viajando y conociendo el mundo.

Tal vez hace un siglo, en tiempos de Axel Munthe, podías hallarte sólo ante el Coliseo de Roma, frente a la Mona Lisa en el Louvre, o podías bañarte en Cefalú en  verano, pero hoy ya no es posible. Habitar el lugar bello ha subido de precio: tener el pastel y no poder comerlo; y conlleva una nueva deuda, esta vez para todos, vecinos, visitantes y principalmente para aquella industria turística que distribuye los frutos recogidos: ocuparse de que, al menos, al pastel se le pueda dar un mordisquito.





 



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